martes, 26 de febrero de 2008

Bajo el Charán

BAJO EL CHARÁN
Es difícil llamarse Rosario siendo varón. Pero más difícil es ser hijo de doña Francisca Mendoza. A doña Francisca Mendoza le gustan el orden y los rezagos del matriarcado. Su hogar luce lleno de aperos, reatas y mercancías. Son las cinco de la mañana, afuera está en el oscuro y claro. A lo lejos se escucha el canto de un par de chilalos madrugadores. Rosario mira silencioso todo el bullicio que ocasiona doña Pancha. Siente ganas de fumar pero jamás lo haría delante de su madre así que contiene las ganas. Han pasado los meses de lluvia y se van a reanudar los viajes al otro lado de la frontera. Rosario será el cabeza de la empresa. Sus hermanos estarán bajo su responsabilidad. Es un encargo difícil el que le ha asignado doña Pancha. ¿Cómo controlar a aquellos padrillos que lejos de su madre echan al aire todas sus pasiones contenidas? Cariamanga está a muchos días de ruta y en este tiempo compartirán de todo: recuerdos perfumados con reseda y ramos de rosas llenos de espinas.
Rosario sigue mirando como doña Francisca Mendoza recuenta los costales de yute alineados en el suelo calculando en almudes el total de la cosecha que está por comercializar. Imperativa conmina a los sumisos hijos varones a acelerar el repulgado de los sacos. Las mujeres acopian los talegos de provisiones y fiambre para el camino. Hay en el aire mixtura de olores y algarada de larga jornada.
-¡Ya es hora de cargar!- Retumba la voz de doña Pancha. Las acémilas son debidamente aperadas, con carga balanceada sobre el lomo, las alforjas y un calabazo de agua en cada una de ellas. Los jinetes sobre sus caballos guardan el revólver en la cartuchera. Doña Pancha los reúne y bendice uno a uno a sus seis hijos que emprenden la partida. Lágrimas, encargos de las hermanas para los solteros y de sus mujeres para los casados. La voz estentórea de doña Pancha sorprende a Rosario:
-¡Rosario!-, hijo ¡no te olvides del recado para mi comadre Catalina! ¡Por el amor de Dios, tráele noticias de su muchacho!
- No te preocupes mamá, así lo haré.
-¡Diosito me los lleve y me los traiga con bien!
Le pesan las palabras de doña Pancha a Rosario y lo curioso es que no sabe por qué.
Rosario trata de ser un buen hijo, pero hay algo que lo separa de su madre ¿Será su voz demasiado autoritaria? ¿O esa mirada que parece relámpago? Doña Pancha ahora sólo ve una nube de polvo que se desvanece en el horizonte. La casa se ha quedado en silencio y ella empieza a apagar los mechones de kerosene con los que se han alumbrado. El día va tomando cuerpo. La vida se va introduciendo a borbotones en el pueblo.

II
-Este viaje será mejor que el anterior, llevamos setenta bestias entre mulas y burros- comenta Rosario en voz alta. Sus hermanos asienten con la mirada. El viaje es duro. Avanzan toda la noche y madrugada. Descansan cuando el sol está fuerte para despistar a los bandoleros que nunca faltan. La canícula arrecia, apenas se escucha el canto de algún pájaro, sólo aves carroñeras revolotean distantes en el firmamento. "Todo en la vida es intercambio", piensa Rosario, piensa además en la sal, maíz y grano que llevan. Del otro lado traerán café, cacao y chancaca.
La noche le trae una sorpresa a Rosario. Ha contado los jumentos y le faltan siete. En algún momento de distracción y cansancio los borricos han desertado. Emprende la búsqueda con un nudo en la garganta. Cruza la quebrada. Se imagina las recriminaciones de doña Pancha y ello le da valor para seguir la búsqueda. Tiene que encontrarlos, además están frescas las huellas, no van tan lejos. Cuando la esperanza lo abandonaba escuchó un rebuzno. Juntó fuerzas y siguió la búsqueda. La luz de la luna, que "alumbraba como el día", lo recompensó mostrándole las acémilas.
Arreó la pequeña piara hacia un charán majestuoso y plateado. Impresiona a Rosario el porte de aquel arbusto de espontáneo brote; era un ejemplar no tan común por aquellos lares. Una belleza de ramas intrincadas bañadas por el viento y la luz de la luna. Aligeró la carga de los fatigados animales, hizo una fogata y se tendió cerca de ella. "Lo importante es que los hallé con carga y todo" pensaba. Suspiró aliviado recordando a sus hermanos seguramente preocupados con su tardanza. La sonrisa de satisfacción se le borró de pronto. Un quejido lastimero se le metió a los oídos, era un lamento profundo, casi sobrenatural. Paralizado de terror recordó la vieja leyenda del El Charán Encantado, leyenda que todos los arrieros narraban en sus horas de sosiego. Por un momento intentó rezar pero de sus labios sólo brotaba "Dios, Dios". Las oraciones que le enseñara doña Pancha a punta de latigazos habían fugado de su memoria. Luego vino el abandono total sintió que en el universo sólo quedaban el árbol ondulante y él. Quiso acudir a la esperanza de creer que todo era un sueño, una pesadilla, pero todo era real: la luna y el viento que doblegaban las ramas de un lado para otro y aquel momento de ultratumba que lo empujaba -como mariposa a la luz de una vela- a acercarse al charán. Sí, una fuerza sobrenatural lo hizo trepar el árbol y toparse con el objeto que producía su miedo. Era algo de metal que al rozar con las ramas generaba ese gemido de espanto. Rosario con una sonrisa de oreja a oreja acercó a sus ojos el bulto: era un hermoso machete con empuñadura de nácar. Bajó del árbol y decidió que por esa noche bastaba de aventuras. Logró dormir y soñar. Se levantó alegre y se dispuso a retornar junto a sus hermanos, ensilló las bestias y con una horqueta se ayudó a cargarlas. Iba ya a partir pero sintió la frescura del charán como despidiéndolo. Sacó su trofeo ganado al viento y la noche. Era un machete similar al que doña Pancha le regaló cuando empezó su carrera de comerciante. Un fuerte estremecimiento le recorrió el cuerpo al reconocer en el arma las mayúsculas J. M., eran las iniciales de Juan Montero el hijo de Catalina, la comadre de doña Pancha. Juan Montero era arriero como Rosario, hacía un año no regresaba a la casa materna, la gente especulaba un montón de cosas, unos decían que se había "robado" una muchacha, fugando con el dinero de la madre; otros afirmaban que lo habían visto al otro lado de la frontera totalmente distinto, con bigotes y otro nombre, que seguramente se había enrolado como secuaz de Naúm Briones. Eran muchas las habladurías pero su madre aún lo esperaba y no dejaba de encargar a los arrieros que buscaran noticias de su amado hijo. Un ligero temblor en el párpado derecho acometió a Rosario. La voz de doña Pancha retumbó en su pensamiento y le ordenó remover la tierra bajo el charán. Así lo hizo como autómata. El sudor que le cubría el rostro se confundió con algunas lágrimas cuando encontró el cuerpo de Juan Montero, el Diente Mocho, "mote" del amigo, lo delataba. No sabía si las lágrimas eran por Juan o por el dolor que embargaría a doña Catalina. Cuando terminó la ingrata tarea supo que realmente las lágrimas eran por él mismo. Éste, definitivamente, sería su último viaje de oficio; de ahora en adelante sería un comerciante estable, de los que compran la mercadería a los arrieros. Miró al charán y se le reveló el rostro doña Pancha que seguramente iba a "trinar" con su decisión, pero no se amilanó, él era Rosario, quien narraría a sus nietos mil aventuras en las noches de sosiego. Rosario, ¡el hombre que venció el encanto del charán!Autora: Luz del Carmen Arrese Pacherres

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